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(Madrid, 1932 – 2007)

 

Este escritor madrileño es sin duda el principal nudo de la maroma que enlaza a Quevedo y a Cela, pasando por Torres Villarroel y Valle-Inclán, y que incluye azarosas muestras de Gómez de la Serna, el ejemplo próximo de la prosa falangista (de un Agustín de Foxá, por ejemplo) y un periodismo de página egotista, como el de González-Ruano, maestro para el autor de Mortal y rosa (1975) y a quien dedicó un libro demasiado menor, La escritura perpetua (1989), como menor fue su esquinado homenaje a Cela con el título Un cadáver exquisito (2002). No es esta síntesis tanto una evaluación cuanto una ubicación en una tradición literaria a la que se suma una muy personal vocación dominada por una defensiva hipertrofia de la intimidad —transparente en esa ascética confesión que es Diario de un escritor burgués (1979)— y la urgencia de aplicar un ángulo específicamente estilístico y lírico a la realidad mostrenca. Un ser de lejanías (2001), pero también Diario político y sentimental (1999) o los Cuadernos de Luis Vives (1996) han sido renovadas muestras de un maestro del género.

 

De ahí, justamente, la sistemática manipulación literaria, por parte de Umbral, de dos ingredientes: su vida propia y la historia española del siglo, ambas fabuladas caprichosamente en libros como Memorias de un niño de derechas (1972), Retrato de un joven malvado (1973) o La noche que llegué al Café Gijón (1977), Trilogía de Madrid. Memorias (1984), o en textos más abiertamente novelescos, como la Leyenda del César Visionario (1991) o Madrid, 1940 (1993). La de Umbral es una prosa de frontera casi en todos los sentidos posibles, consciente de la disolución de los géneros, siempre a medias entre el intimismo, la crónica literaria, el aguafuerte intempestivo y la página puramente lírica.

 

¿Umbral ensayista? En la medida que la suya es literatura con yo, más que del yo, y literatura de ideas, divagación y opinión, acoso de la realidad y mirada enternecida o airada, sin duda sí. Aunque pueda eso ser también la forma moderna —del siglo XX— del periodismo literario, desde un Unamuno o un Azorín, por poner dos casos lejanos y antitéticos. A propósito de su columnismo, Pere Gimferrer remitía en 1995 «al tronco central del ensayo, desde Montaigne, y los concisos maestros morales de la brevedad: La Rochefoucauld, Vauvenargues, Chamfort».

 

La obra de Umbral es legendariamente prolífica, por lo que aquí apenas mencionaremos —aparte de los citados— algunos de sus títulos más representativos, empezando por los ensayos y biografías de asunto literario, como un primerizo y precioso Larra, anatomía de un dandy (1965) y otros volúmenes igualmente muy personales, como Lorca, poeta maldito (1969), Valle-Inclán (1971, pero que crecería hasta un libro mayor en Valle Inclán: los botines blancos de piqué, 1998) o Delibes (1971). Todavía en el ámbito literario su Ramón y las vanguardias (1978) rehuía todo tinte académico porque era una confesión literaria mientras cuajaba un corrosivo y a menudo inapelable ensayo en torno a Las palabras de la tribu (1994), muy lejos de su desangelado Diccionario de Literatura (1995).

 

Sus columnismo brilló desde los años setenta, cuanto reunió sus trabajos de prensa en títulos como Diario de un snob o Spleen de Madrid –que fueron columnas periodísticas seguidísimas del diario El País—, y no ha dejado de hacerlo hasta el día de su muerte, ya en El Mundo, con libros de diversa fortuna, pero casi nunca banales, como Crónica de esa guapa gente (1991), El socialfelipismo (1991) o Mis placeres y mis días (1994), de título tan deliberadamente proustiano. Las nimiedades exprimidas con lucidez y artificio verbal luminoso fueron casi un género propio, como en Mis paraísos artificiales (1973), los artículos de Suspiros de España (1975) o el peor título inventado por un prosista extraordinario, Museo Nacional del Mal Gusto (1974). Tras su muerte apareció Carta a mi mujer, que fue algo más que el rescate de un borrador abandonado, aunque su figura ha perdido la vistosidad que tuvo en vida y ha ganado probablemente el respeto académico y crítico que nunca llegó a obtener del todo.

 

JG y DRdM

 

La mejor biografía del escritor es de Anna Caballé, Francisco Umbral. El frío de una vida (Espasa-Calpe, Madrid, 2004), que coordinó también el número 4 (1999) del Boletín de la Unidad de Estudios Biográficos que dirige sobre Umbral. Existen tres extensas entrevistas en forma de libro que ofrecen una primera imagen del escritor visto (una vez más) por sí mismo: Mario Mactas, Las perversiones de Francisco Umbral (Anajana, Madrid, 1984), Ángel-Antonio Herrera, Francisco Umbral (Grupo Libro, Madrid, 1991) y Eduardo Martínez Rico en Umbral, las verdades de un mentiroso (Libros del Pexe, Gijón, 2003). Dos libros de conjunto ofrecen un buen repertorio de estudios: Carlos Ardavín coordinó Valoración de Francisco Umbral (Llibros del Pexe, Gijón, 2003), y Santos Sanz Villanueva armó las contribuciones a un curso académico en Francisco Umbral y su tiempo (Ayuntamiento de Valladolid – Fundación Francisco Umbral, 2009), además del pionero monográfico que la revista Ínsula dedicó al escritor en 1995, la edición de Miguel García-Posada de Mortal y rosa (Cátedra) y el volumen que él mismo editó, La literatura de la memoria entre dos fines de siglo: de Baroja a Francisco Umbral (Comunidad de Madrid, Madrid, 1999). Parte de su periodismo lo estudia Pilar Bravo en Columnismo y sociedad. Los españoles según Umbral (Biblioteca Nueva – Fundación Ortega y Gasset, Madrid, 2006), mientras que Pilar Celma es editora de otro volumen sobre Umbral en la Universidad de Valladolid (2003). Bénédicte de Buron-Brun ha editado el volumen en torno a su memorialismo Francisco Umbral. Memoria (s): entre mentiras y verdades (Renacimiento, Sevilla, 2014) y J. Ignacio Díez lo ha hecho en torno a Los placeres literarios: Francisco Umbral como lector (Fundación Francisco Umbral, Madrid, 2012).